Se acaba el año y, como siempre, hacemos todos una cierta recapitulación de los meses pasados. Suelo releer lo que escribí hace lustros, años o meses, por ver si sigo estando en el mismo sitio o si, por el contrario, en algo he cambiado. Fútil intento, porque mantengo algunas de las cosas que decía pero dudo sobre certezas que antaño estaban vigentes. De lo leído últimamente, me quedo con lo que escribí en mayo de 2009, y que contiene dos pensamientos sobre la muerte.
El primero es una historia que se contaba de Alejandro Magno, el Grande, el más poderoso de los hombres de su tiempo. Sintiendo cercana su muerte, Alejandro pidió a sus sirvientes y allegados que, cuando llevaran su cuerpo sin vida por la ciudad, se ocuparan de que sus manos colgasen libremente a ambos lados del lecho preparado a tal fin.
<<Gran Señor>> – le dijeron- <<La tradición y el decoro mandan que los brazos vayan sobre el pecho del difunto, para así transmitir la idea del sueño, la serenidad y la placidez. El pueblo que lo vea quedará con la imagen de su Señor en actitud de merecido y profundo descanso, pudiendo venerar de este modo la figura del Gran Hombre>>.
<<Sea como os he dicho y no como me decís>> – insistió Alejandro el Grande-. <<Quiero que el pueblo vea que yo, Alejandro, el Magno, con todo mi poder y toda mi gloria, con toda la extensión de mis conquistas, la admiración de mi gente y el temor de mis enemigos, no puedo llevarme nada al otro mundo>> – añadió.
<<Que uno se va de la tierra como vino, y ni el peso de una pluma puede arrastrar consigo, y mucho menos el de la riqueza o la alabanza. Éso es lo que debe quedar en la memoria del pueblo>> concluyó el Gran Hombre.
El segundo pensamiento parte de la historia que cuenta Jodorowsky sobre un maestro zen al que un muy místico discípulo le preguntaba de manera afectada:
<<Maestro ¿qué hay despues de la muerte?>>
A tal pregunta contestó el anciano: <<No lo sé. Todavía no me he muerto>>.
Ambos relatos destilan el mismo aroma de realidad, y nos sacan de un tirón de cualquier delirio de grandeza y de los comunes devaneos con la intelectualización del hecho de la muerte y su reflejo trascendente y de inmediatez.
No por ello, sin embargo, se pierde el efecto de parada del mundo que tienen ambas historias, en tanto que nos bajan de la nube y nos colocan en la tierra desde la cual, extrañamente, podemos mirar con más serenidad la odisea de la muerte.
El conquistador quiere, con la casi ridícula exhibición del balanceo de sus manos vacías, decirle al pueblo que la muerte, cuando nos lleva, nos comunica mucho sobre la vida: <<Nada nos llevamos al otro mundo>>. El maestro zen,por su parte, traslada a su alumno que hay un aquí y un ahora, y que la percepción y plena conciencia de ese extremo es lo único que, paradójicamente, le pondrá en contacto con la trascendencia.
Como dijo Paul Eluard, <<Hay otros mundos, pero están en este>>.
Pues eso.