He observado cuando estamos con niños y nos comunicamos con ellos. Lo primero que hacemos es cargarnos de paciencia. Palabras entrecortadas, sin terminar…hacen que necesitemos tiempo para descifrar lo que nos intentan decir. Y sorprendentemente, y aunque podamos caer en la desesperación aguantamos siempre un poquito más para finalmente hacernos cargo de lo que nos quieren transmitir. Sabemos que les cuesta, pero nos despiertan tanta ternura que hacen que nos merezca la pena. La parte emocional se desliza y entremezcla con la racional y suaviza la necesidad de inmediatez o prisas.
De repente crecemos, y ¿qué nos pasa?. Apenas nos hablan y sin terminar ya estamos sacando conclusiones, suposiciones, interpretando y poco más que nos lanzamos a una defensa digna de una de las mejoras batallas feudales. Especialmente en un ambiente laboral donde la competitividad es absoluta en los tiempos que corren.
Como en otras ocasiones siempre invito a la experimentación. Escuchemos durante un día a nuestro compañero o colega de trabajo con la ternura y atención con las que escucharíamos a un niño. Y observemos si nuestra respuesta después de esa escucha cambia a la habitual y al revés. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo nos hemos sentido? Y ¿y cómo se ha sentido la otra persona?.
Si queremos provocar un cambio en este sentido y que ese nivel de escucha forme parte de la cultura empresarial, es necesario una verdadera concienciación en todos los niveles y estratos de la compañía. Sobre todo y muy especialmente que la dirección de la empresa junto con recursos humanos empujen y creen la logística necesaria para ella. Desde el director ejecutivo hasta el bedel de la puerta tienen que estar inmersos en ese cambio cultural.
Sin una escucha óptima se pierden acuerdos, se pierden ideas, se pierde presente y se pierde futuro. ¿Cuánto dinero suponen todas estas pérdidas para la empresa? Calcúlenlo, da miedo…